La esencia de la comprensión del Jueves Santo –y, en general, de toda la Buena Noticia del Reino– no está tanto en proclamar “el amor”, como en entender “qué amor” se está mostrando y se está ejerciendo en favor de tantos y en frente de tantos otros.
Como tantas veces, hay que volver a la Palabra para entender de qué estamos hablando cuando hablamos del amor en la Buena Noticia de Jesús. Y la Palabra del Jueves Santo es estremecedoramente coincidente en algo que, por la razón que sea, no pocas veces se pasa por alto.
“Esta noche pasaré por todo el país de Egipto, dando muerte a todos sus primogénitos, de hombres y de animales; y haré justicia de todos los dioses de Egipto. Yo soy el Señor” (1ª lectura).
“Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y…” (2ª lectura).
“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre…” (evangelio).
Fuera como fuera aquella última cena de Jesús con sus discípulos (y, dicho sea de paso, más que probablemente también con sus discípulas), lo que es seguro es que, históricamente, Jesús la plantea en una realidad de fracaso total. No es, y permítaseme cierta ironía, una cena triunfante, donde entre canticos e inciensos, Jesús hace un bello signo al lavar los pues a los demás mientras todos entonan emocionados el Ubi Caritas. No. Aquella cena se realiza cuando, hasta donde llega la vista humana, todo ha fracasado. Jesús es consciente, con una tremenda lucidez, de que todo estaba acabado, de que su horizonte inmediato era el “ser entregado” y “pasar de este mundo al Padre”. La muerte, y muerte de cruz, no era ya sólo una posibilidad, era una realidad que aparecía inmediata y patente. Y Jesús tiene que enfrentarse no ya sólo al brutal hecho físico de la tortura y la ejecución, sino al no menos brutal hecho de la victoria (¿aparente?) del mal, del poder, del daño… Los suyos le van a traicionar y abandonar, además de que prácticamente no han entendido casi nada de lo que ha intentado vivir con ellos durante esos años de itinerancia. Los dirigentes religiosos del pueblo se han encastillado en su falsa e idolátrica religiosidad, y buscan directamente su muerte. El pueblo sigue igual de voluble, y sigue buscándole más como el que da pan o puede ser el Mesías triunfante que llega a Jerusalén que como el que está “en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22, 27). Y, en fin, pareciera que todo su grito y su hacer de que el reinar de Dios es posible porque ese Dios se ha empeñado en nuestra historia con el amor de un Abba, de modo que los más pequeños son sentados a la cabecera de la mesa de la felicidad (ver las bienaventuranzas: Mt 5, 1-12 y Lc 6, 20-23) porque ese amor entrañable de Dios se pone de su lado y se enfrenta a los poderosos y a los ricos (ver el canto de María: Lc 1, 51-53), parece que ha caído en el vacío. No es extraño que, poco después de esta cena, Jesús grite a Dios que por qué le ha abandonado (ver Mt 27, 46).
Y en ese fracaso, en ese ver todo hundido, en ese entender que ya se acabó el itinerar y el predicar y el hacer las obras del Reino, en ese ver levantarse toda la fuerza del mal, el daño y la muerte (“esta es vuestra hora, la del poder de las tinieblas”, Lc 22, 53), justo en ese momento… una Cena. Lo que llamamos la Última Cena, con la inmensa profundidad del lavatorio de los pies y el gesto y las palabras del pan partido y la copa compartida, Jesús podía haberla hecho en cualquier otro momento. Podía haberla hecho en el monte de las bienaventuranzas, o tras resucitar a Lázaro, o cuando sus discípulos volvieron de la misión, o cuando fuera. Pero no. Jesús desea ardientemente esa Cena con los suyos (ver LC 22, 15) justo ahí, justo en el fracaso, justo cuando ya no cabe decir ni hacer nada, justo cuando hasta el mismísimo Dios parece haber sido vencido por todos los antidios de este mundo (que, por ser antidios, son antihombre), justo en ese momento Jesús sienta a los suyos a una Cena. Sigue leyendo →
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